miércoles, 1 de mayo de 2019

Creo que la sumisión es mi droga.
Siempre sentí que era adicta a algo pero no sabía a qué porque nunca fui demasiado nada, no me pasé de rosca. Con todo coquetie y me llegue a enredar pero no al punto de ser preocupante.
Pero ahora lo descubrí, lo que engloba todo. Es la sumisión.
Entregarme a lo que sea, de manera ilimitada. Sin intentar ejercer el control. Al contrario, entregarle el control a alguien o algo más.
Solo pensarlo me siento liberada. Liviana. Feliz.
Nose de donde viene este impulso. Se que no está siempre presente. Pero cuando viene, se lleva todo de mi.
Me entrego al hambre, al ron, al éxtasis, a las perversiones de mi mente, al usufructo sexual, a la derrota, hermosa, a la inmovilidad, a la voluntad de un susurro codicioso que no dice nada y dice todo a la vez. Codicioso de poseerme. Un susurro viejo, conocido, interminable.
Quien me interrumpa en mi trance se ganará por un instante el odio de mi fuero interno embravecido, el odio de la suave y dócil bestia monstruosa en la que me convierto.
Más pasan los años y menos la resisto, mejor me fusiono. Ya no la ignoro. La interpelo, nos ponemos de acuerdo. Cada una cede un poco. Pero nunca me pregunta antes de aparecer, no me avisa, no me alerta. De improviso me arresta y me secuestra y que bien se siente cuando lo hace.
Que hacer con el susurro con la bestia. Solo me sale obedecer. Solo quiero obedecer.
Como una vocación de vida o un llamado divino. Obedecer para sentir todo lo que no puedo sentir de ningún otro modo. Para abrazar la intensidad.
Contra mi rebeldía y mi mejor juicio, obedecer. Contra mi voluntad y responsabilidad, obedecer. Contra mi misma pero nunca más a mí favor que obedeciendo.
Que otro se haga cargo.
Yo no.

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Usted acaba de escuchar parte de la conversación casi interminable conmigo misma que durará toda mi vida y cuyo archivo comparto con la nada virtual. Siéntase libre de opinar del tema en cuestión.