Viajar es algo hermoso. Como mujer, lograr viajar de a dos o sola y pasarla bien es tocar el cielo en cuanto a realización personal -creo yo-. Así lo sentí las veces que lo hice, porque quería intimidad y eso no tenía que ver con la familia, ni con un novio, ni nadie que me dijera como hacer lo que quería hacer, sólo tenía mis tiempos y mis espacios, en un precioso egoísmo tan merecido. No necesitaba sentirme protegida para arriesgarme a hacer algo que tenía muchas ganas pero que a veces no hacemos por estar atrapadxs en la rutina o las responsabilidades o lo que sea. La única vez que viajé sola logré estar sola de verdad, no hablar con quien no tenía ganas, cortarles el rostro como una forra por estar cansada de sentirme obligada a ser piola y divertida, no ir en largas caminatas para sentirme saludable y natural como una mujer que está en sintonía con ella y su pelo vuela en el viento de la mano de pantene, nada de eso, logré ser una ermitánea arisca de la playa, aun que también hice amigxs, fui social, me permití un romance con quien respetara que no estaba de vacaciones sola para buscar un chico o para que interrumpan mis silencios con besos egocéntricos.
Ese año tuve el corazón roto y después de una maratón de mal sexo para llenar el vacío, (eso no sólo existe en las películas, muchas mujeres nos comportamos así al buscar respuestas en la vida, porque ser sexuales es lo que aprendimos de las revistas, la tv, el internet y de los hombres) decidí probar la máxima soledad. Esto no significaba no coger con nadie, aunque sí se redujo drásticamente, si no hacer cosas sola. Otra consigna era que si tenía ansiedad al estar sola no podía relajarme con alcohol (también me abusé de eso ese año). Entonces de pronto fui al cine, a cenar a restoranes (tenía trabajo y no hacía más nada de mi vida), a caminar de noche por el centro (vivía a tres cuadras de plaza colón y el centro de Córdoba es muy parecido a un planea deshabitado los días de semana después de las 2 am), fui a bailar y a ver bandas sola, a pasear los domingos al paseo, a pasear a plazas de otros barrios, incluso tuve un brote de hippie chic de salir a limpiar las calles (no porque pensaba que yo sola podía limpiar la interminable mugre urbana, si no como una especie de acción cool de copada que quiere la paz mundial y etc). La cereza del postre fue cuando me dieron las vacaciones del call center en noviembre, época en que todxs mis amigxs (lxs pocxs que quiero lo suficiente como para invitarlxs a viajar conmigo) estaban trabajando o estudiando y decidí irme sola, porque quería ver el mar y no me importaba que nadie viniera conmigo. Ni lo planeé, fui a Buenos Aires a visitar a amigxs y mi prima me pasó un hostel en el lugar que hacía rato quería conocer, Quequén, Necochea, y para allá partí.
Me acuerdo que cuando me bajé del colectivo en Necochea no sabía como mierda se llegaba a la playa (no tenía smartphone con Google Maps que me ayudara por allá por el 2011) y me tomé un taxi con miedo. Principalmente de que me cobrara de más, ya que siempre fui muy cuidadosa con la plata que me gané trabajando y no me gusta pagar de más. Pero también porque no quería que se diera cuenta que no tenía idea de donde estaba y que estaba sola. De hecho mentí sobre algunos datos personales y le dije que me estaban esperando (eso era verdad, mandé un mail el día anterior diciendo a qué hora llegaba). Por suerte, porque lamentablemente fue suerte la mia, podría haber sido distinto, el taxista era un corazón de melón, feliz necocheano, guía de su ciudad, casi como un abuelo te diría. De inmediato mi actitud cambió. En el resto del viaje no tuve miedo de nada, salvo de extrañar demasiado esa playa y sufrir al volver a la tormentosa urbe.
De a dos viajé dos veces, con dos pibas bichas y atentas, como yo. Nunca faltó la oportunidad para que los hombres se nos pencaran no sólo hablándonos de como estábamos "solas", si no preguntando "quién" nos había "dejado solas". Incluso en ambas ocasiones encontré una figura extrañamente paternal (paternal por la edad, ambos mayores, extrañamente porque no confío en los hombres mayores que se acercan a las jóvenes hasta no conocerlos en profundidad). En San Martín de los Andes fue un señor corte profesor ingenuo, de esos con un poco de cara de duende, que conservaba cierto comportamiento juvenil de divagar por la vida conociendo gente. En Uruguay, un dealer pendeviejo bastante rockeado, como un tío divertido pero que cada tanto lo enganchás mirándote el cuerpo de manera desagradable.
Lo que quiero decir es que es verdaderamente una cuestión de suerte. Porque hay hombres carnalmente enfermos y hay hombres sanos, hay hombres que no nos ven como un cuerpo que poseer, que no quieren servir al patriarcado y quieren derrocarlo. Y es necesario que nos apoyen, que tomen esta lucha como propia. No necesitamos de un hombre para realizarnos como personas, para ser felices ni para ser fuertes, pero para eliminar las diferencias de género, hay que dejar de decir las mujeres por un lado y los hombres por otro. Yo espero que un hombre me ayude cuando no pueda sola y yo quiero ayudarlos a ellos cuando no puedan solos. Mientras tanto, cada unx que haga consigo lo que quiera, pero sin negarnos ser parte de una red humanitaria de nada más que simplemente preocuparnos lxs unxs por lxs otrxs.
El patriarcado somos todxs, machistas somos todxs, en mayor o en menor medida, pero nadie que yo conozca le escapa al cien por cien. Así que se necesita de todxs para eliminarlo.
He dicho.
viernes, 4 de marzo de 2016
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